Entre las calles de los Donados, Flora, la Priora y costanilla de los Ángeles, b. de San Martín, d. del Centro, p. de San Ginés.
Este era terreno que ocupaban la viña y casa
de Pero Fernández de Lorca, tesorero del rey D. Juan II y secretario de D. Enrique
IV. En época de este monarca tuvo que dimitir su empleo por las continuas exigencias
de D. Beltrán de la Cueva, quien en cierta ocasión, y por una mina que comunicaba
desde el alcázar, llegó acompañado de la reina doña Juana, presentóse a Fernández
de Lorca, pidiéndole ambos una copiosa suma de dinero.
El tesorero excusóse diciendo que aquel mismo
día le había mandado librar el rey D. Enrique grandes cantidades para pagar las
obras de la construcción del monasterio de San Jerónimo del Paso, en las márgenes
del río Manzanares, y que el tesoro real estaba exhausto por los crecidos gastos
que se habían hecho en las justas y torneos del camino del Pardo para obsequiar
al duque de Bretaña, fiestas en las que aconteció el paso honroso del propio
don Beltrán, para eterna memoria del cual se hizo la fundación de aquel real convento
de jerónimos.
Poco atento a razones D. Beltrán, le dijo
que su primer deber era atender a cumplir la exigencia perentoria de la reina, que
en persona se había presentado a honrarle su casa. El buen tesorero todavía pudo
responder con razones a la importuna demanda: «También tengo -le dijo- las cuentas
de las gualdrapas y arreos de oro del caballo que habéis llevado a los torneos,
y que mi señora la reina me ha mandado pagar con preferencia a todo.»
Ello fue al cabo que doña Juana pidió con
entereza a Fernández de Lorca las llaves del tesoro real, y tomando un papel,
escribió en él unas líneas que entregó al tesorero para su descargo.
Recibió la llave del tesorero, y la reina
volvióse con D. Beltrán por el mismo camino soterraño de que se sirvió para
venir.
Al otro día, Pero Fernández de Lorca presentó
al rey la dimisión de su cargo, y D. Enrique se la admitió, nombrándole, en cambio,
su secretario.
Poco después Fernández de Lorca determinó
dejar su casa y viñas del Arenal para la fundación de una obra pía. Compadecido
de los que ejerciendo un oficio llegaban a una edad decrépita sin poder ganarse
el sustento trabajando, fundó en 1460 un colegio donde se recogiesen doce
pobres honrados menestrales, poniendo por titular a Santa Catalina, virgen y mártir,
de quien era particular devoto.
Confirió el patronato al prior de San Jerónimo,
quien les nombraba un rector, que por lo regular era siempre un monje del Buen Retiro.
Mandó que los recogidos, que por esto recibieron el nombre de donados, usasen un
hábito que consistía en ropón pardo y becas azules. Llevaban sombreros de amplias
alas y bastones, y además era reglamentario que usasen bucles empolvados, lo cual
parece excesiva coquetería y complicación propicia al desaseo.
En la iglesia de San Jerónimo el Real, ya
trasladado este monasterio desde las márgenes del río a los altos del Prado, hizo
labrar Fernández de Lorca la capilla de Santa Catalina, en la que le fue luego
erigido un suntuoso mausoleo, que se conservó hasta la invasión francesa en 1808,
durante la cual fue destruido, como tantas obras magníficas de arte.
Todos los años, en la víspera del Día de
Difuntos, acudían a esa capilla, para rezar por el alma del fundador, los viejos
colegiales de Santa Catalina, a los que se les llamaba Donados por el ropón
talar que vestían, a semejanza de hábito religioso.
Esta institución fue una de las respetadas
en tiempo de Felipe II, cuando la reforma general de los asilos piadosos, verificada
en 1585, porque la cláusula de la fundación que en 1460 otorgó Pero Fernández de
Lorca mandaba que se conservase el colegio que «fizo hacer en su casa y viña del
Arenal, fuente, y con toda la cerca que daba a las fuentes del Peral». La viña,
sin embargo, fue enajenada para la construcción de casas, imponiéndose sus productos
en la renta de pisos, y decíase que uno de los doce acogidos que había entonces,
el más anciano, de oficio calderero, cuya cabeza era enorme y sin pelo, careciendo
también de dientes su boca, tanto que apenas podía comer, creyendo que ya no le
iban a dar vino porque se destruía el viñedo, exclamaba en queja truhanesca: «Yo,
que he vuelto a la vejez, y que sólo me alimentaba la bebida, voy a desfallecer
si diariamente no me dan un cuenco de vino, que es la leche de los viejos.»
Y el reverendo padre fray José de Sigüenza,
que en la visita que giraba oyó los lamentos del anciano, le contestó: «Tanto mejor
vino hay en las lomas de Madrid y de San Martín de Valdeiglesias, procas y clareyas
y néctar muy suave en nuestro monasterio de Ranera. De ese vino beberéis para que
alarguéis mucho la vida, hermano.» Y el viejo, trocando en risa su llanto, reponía:
«Mándeme de esos vinos vuestra reverencia.» Y, en efecto, el padre Sigüenza mandó
que se le diese doble ración de vino, y de ese modo vivió muchos años. El famoso
pintor Lucas Jordán hizo un retrato de ese anciano en ocasión que le hacían
llorar por haberle privado del vino mientras el artista trasladaba al lienzo su
extraña figura.
Establecióse luego como secuela del colegio
de los Donados otro de ciegos, y actualmente todavía existe el instituto de Pero
Fernández de Lorca, aunque con las modificaciones naturales de los tiempos, y está
en la posesión de Vista Alegre, en Carabanchel.
La iglesia de Santa Catalina de los Donados
era célebre especialmente por el culto de la Virgen del Henar, restaurado en ella
por el que fue su rector, D. Francisco Bayona, y cuya cofradía sacaba el rosario
de la Aurora, que pasaba por delante del Alcázar, donde se le agregaban los heraldos
que a tal efecto nombraba el rey, y la reina doña Margarita se asomaba a verle.
Este rosario acabó trágicamente.
La iglesia de Santa Catalina ha sido reedificada, y es muy frecuentada por la devoción al Niño del Milagro.
No hay comentarios:
Publicar un comentario