sábado, 11 de febrero de 2023

Paseo del Prado

Paseo del Prado

El Paseo del Prado es el jardín histórico urbano más antiguo de Madrid (España), declarado Bien de Interés cultural (BIC) y uno de sus bulevares más importantes. Se articula según un eje norte-sur, desde la Plaza de Cibeles hasta la Plaza del Emperador Carlos V, popularmente conocida como Glorieta de Atocha. A mitad de su recorrido confluye con la Plaza de la Lealtad y con la Plaza de Cánovas del Castillo, donde se ubica la fuente de Neptuno.

Junto con los paseos de la Castellana y Recoletos, que se extienden al norte, conforma uno de los principales ejes viarios de la ciudad, al conectar la zona septentrional de la misma con la meridional.

En el terreno cultural, el Paseo del Prado alberga uno de los principales focos museísticos de España. En él se ubican los museos del Prado y Thyssen-Bornemisza y en sus inmediaciones se halla el Centro de Arte Reina Sofía, promocionados turísticamente bajo la denominación de Paseo o Triángulo del Arte.

En este paseo también se encuentran diferentes monumentos y recintos de interés histórico-artístico, levantados en el siglo XVIII dentro del proyecto urbanístico del Salón del Prado, además de numerosos motivos ornamentales y paisajísticos. Destacan el Edificio Villanueva, sede principal del Museo del Prado, el Real Jardín Botánico y los conjuntos escultóricos de las fuentes de Neptuno, Cibeles y Apolo.

El paseo debe su nombre al desaparecido Prado de los Jerónimos, un conjunto de solares y prados silvestres situados alrededor del monasterio de San Jerónimo el Real, que marcaban el límite oriental del casco urbano madrileño. En sus proximidades existían otras dos zonas designadas como prados: el de los Recoletos Agustinos (coincidente, en líneas generales, con el Paseo de Recoletos) y el de Atocha (cerca de la actual 
Plaza del Emperador Carlos V). Todos ellos eran conocidos con el común denominador de Prado Viejo. Por extensión, el Museo del Prado toma su denominación del paseo donde se encuentra su entrada principal.

La primera reforma urbanística del Prado Viejo tuvo lugar en el año 1570, bajo el impulso del rey Felipe II, que nueve años antes había establecido la Corte en Madrid. En la esquina de la carrera de San Jerónimo con el Prado existía una construcción que se denominaba la Torrecilla de la Música y aparecía en diversos planos de la época. El proyecto consistió en la alineación de las manzanas orientales de la ciudad para la creación de una zona de recreo y esparcimimento, articulada alrededor del cauce del desaparecido arroyo de la Fuente Castellana o del Olivar, que discurría al este del casco urbano.

Fruto de esta iniciativa fue la plantación de una arboleda longitudinal, dispuesta en una única hilera en el caso del Prado de los Recoletos Agustinos y en tres en el de los Jerónimos, según puede apreciarse en el plano de Pedro Teixeira Albernaz del año 1656. Dos son los cuadros del siglo XVII con vistas del paseo: Anónimo, Paseo del Prado en la Confluencia con Carrera de San Jerónimo; y Jan van Kessel III, (atribuido) Vista de la Carrera de San Jerónimo y el Paseo del Prado con cortejo de carrozas (1686), ambos pertenecientes al Museo Thyssen-Bornemisza.

Mediante este eje arbolado se marcaba la línea divisoria entre el caserío de la ciudad y los recintos monacales ubicados al otro lado del Prado Viejo. A principios del siglo XVII fue construido, junto al monasterio de San Jerónimo el Real, el Palacio del Buen Retiro, una finca y residencia real que cerraba la cara este del Prado de los Jerónimos. De este último conjunto, sólo se conservan el Salón de Reinos y el Salón de Baile (conocido como Casón del Buen Retiro), así como parte de sus jardines, que conforman el actual Parque del Retiro.

Durante el reinado de Carlos III, las reformas urbanas de Madrid se plantearon en lo que entonces era la periferia de la ciudad: el Prado Viejo que, pese a ser un paseo muy popular había ido cayendo en un estado de abandono y perdiendo su primitiva función de lugar de esparcimiento.

El Salón del Prado, como se llamó a esta gran reforma, convirtió esta zona, profusamente arbolada, en un paseo con jardines y fuentes. La idea fue promovida por el Conde de Aranda, presidente del Consejo de Castilla, iniciándose los trabajos en 1763. Se trataba de integrar de forma unitaria los fragmentos dispersos del espacio de transición entre la ciudad y el conjunto palatino del Buen Retiro, mediante la creación de un espacio circo-agonal limitado y embellecido por fuentes, estatuas y vías arboladas.

El Salón del Prado fue ordenado urbanísticamente por José de Hermosilla, el cual diseñó una planta longitudinal, con grandes fuentes de trecho en trecho (Cibeles, Neptuno y las Cuatro Estaciones o de Apolo). Las fuentes y los elementos decorativos fueron proyectados por Ventura Rodríguez, trabajando en las esculturas los más reconocidos escultores del momento.

El Salón del Prado discurría desde la actual plaza de Cibeles a la glorieta de Atocha (glorieta del Emperador Carlos V), distinguiéndose tres tramos. El primero, con la fuente de Apolo (o de las Cuatro Estaciones) en su centro, contaba con las de Cibeles y Neptuno en los extremos, recibiendo el nombre de Prado de Apolo. El segundo, iba desde Neptuno al Jardín Botánico, ante el cual se disponía una glorieta con cuatro pequeñas fuentes (en el cruce de la calle de Huertas), y por último, el paseo que discurría delante de la fachada principal del Jardín Botánico constituía el tercer tramo, al final del cual se colocó la fuente de la Alcachofa, levantándose al fondo como parte de la cerca del Salón, la Puerta de Atocha o de Vallecas. La obra se remató con el arreglo y ornato del paseo que desemboca en la Puerta de Alcalá (1774-1778) y la remodelación del paseo que por el sudeste se dirige hacia la Basílica de Nuestra Señora de Atocha.

En la actualidad las estatuas de la Cibeles, Apolo y Neptuno aún nos acompañan. Entre palacios a uno y otro lado, se asentaron el Gabinete de Historia Natural (hoy el edificio principal del Museo del Prado), el Real Jardín Botánico, la Platería de Martínez (en el lugar donde hoy está el Ministerio de Sanidad) y el Observatorio Astronómico, todos proyectados por otro de los grandes arquitectos del rey: Juan de Villanueva.

La fuente de la Alcachofa se trasladó al ángulo suroeste del estanque del Parque del Retiro. En la actualidad, existe una réplica moderna de la original en el centro de la glorieta del emperador Carlos V.

De la época de creación del salón del Prado, aunque destinados inicialmente a residencias particulares, son el Palacio de Buenavista, en la intersección de la calle de Alcalá con la plaza de Cibeles, y el Palacio de Villahermosa (actual Museo Thyssen-Bornemisza), en la esquina de la Carrera de San Jerónimo con el paseo del Prado.

Ya en el siglo XIX se construyeron el palacio de Linares (1873), y el edificio del Banco de España (1891), ambos en la plaza de Cibeles, y la Bolsa de Comercio (1893). Edificios singulares del siglo XX son hoteles Ritz (1910) y Palace (1912), y el palacio de Comunicaciones (1919), obra maestra del arquitecto Antonio Palacios Ramilo.

A la importancia urbanística de esta zona hay que añadir la existencia de una concentración artística de gran interés, con el Museo del Prado, el Thyssen-Bornemisza y Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía, este último ya en la glorieta del Emperador Carlos V.

En febrero de 2002, el arquitecto portugués Álvaro Siza ganó el concurso internacional convocado por el Ayuntamiento de Madrid para la remodelación del eje Recoletos-Prado y su entorno; el proyecto se inspira en la concepción original del Salón del Prado y contempla la ampliación de los espacios peatonales, el incremento de las zonas verdes y la supresión de barreras arquitectónicas. No obstante, el proyecto ha sufrido cancelaciones, demoras y ha sido parcialmente replanteado y paralizado, y se puede considerar inconcluso.

El 6 de febrero de 2008 abrió sus puertas el espacio de divugación cultural CaixaForum Madrid, que ocupa el antiguo edificio de la Central eléctrica del Mediodía (1899), transformado y remodelado para su nuevo uso por los arquitectos Jacques Herzog y Pierre De Meuron. Su interior alberga salas de exposiciones, conciertos y conferencias y una tienda-librería, entre otros espacios. Destaca, como parte de este complejo, el jardín vertical anexo al edificio principal, obra de Patrick Blanc.

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Dice Pedro de Répide:

De la plaza de Castelar a la glorieta de Atocha, bs. del Retiro, Floridablanca, Cervantes y Alameda, d. del Congreso, ps. de San Jerónimo, de San José y del Salvador. 

Oficialmente, este paseo comienza en la antigua plaza de la Cibeles; pero verdaderamente, considerando que desde Atocha hasta el Hipódromo es ya una sola y magnifica avenida, que se llamó de la Libertad, según acuerdo municipal de 15 de abril de 1811, aunque conservando los paseos que la forman sus denominaciones y numeraciones particulares, y que se trata de la más bella entrada que tiene Madrid, seguiremos su recorrido de Sur a Norte, como el viajero que por este paraje penetra en la capital viniendo de la estación del Mediodía. 

Este trozo que hoy se comprende entre la Puerta de Atocha y las Cuatro Fuentes, era hasta el siglo XVIII una espesa alameda, lindante con algunas huertas por la parte de la población, y hacia la parte donde luego había de hacerse el Botánico limitaba el paseo el barranco en cuyo fondo corría el arroyo de Valnegral o Bajo Abroñigal, que venía descubierto desde los pinares del camino de Maudes. 

Felipe II dio en pasear por aquel paraje, entonces apartado, y hacia aquella parte final del Prado fue donde, en 26 de noviembre de 1569, se hizo un estanque de quinientos pies de largo por ochenta de ancho, en que navegaban ocho galeras, cada una con veinte soldados y cuatro piezas de artillería. Hizo el simulacro de la toma de un castillo, con cuatro revellines, y la reina presenció el espectáculo desde un trono cubierto de brocado. 

En aquel lejano lugar fue donde, en tiempos de Felipe IV, una de las más encumbradas damas de la corte, que había descendido de su coche en la Puerta de Atocha y subía por el Prado, acompañada de sus hijos, que eran niños, y una dueña, sufrió públicamente el castigo por contravenir la pragmática que prohibía el uso del guarda-infante, y fue desnudada por los alguaciles, con gran algaraza y contentamiento del populacho villano que presenciaba el caso. De nada valió a la dama proclamar su condición y declarar que era la condesa de Alba de Liste; pero quejóse luego a su marido, y los alguaciles no quedaron con ganas de volver a hacer pasar por una humillación a ninguna señora de calidad. 

En tiempos de Carlos III, siendo ministro el conde de Aranda, púsose en práctica el proyecto del ingeniero D. José Hermosilla, que nivelaba el terreno del Prado en sus tres partes, que se llamaron de San Fermín, de San Jerónimo y de Atocha, y se empezó a construir la mina que encauzaba las aguas del arroyo, desde la desde la puerta de Recoletos a la de Atocha, donde Villanueva construyo el gran colector, de que ya se ha hablado al tratar del sitio correspondiente. 

Al reinado de Carlos III va unido igualmente el glorioso recuerdo de la traslación del Jardín Botánico a este lugar. Fue Felipe quien, a instancia del famoso médico Andrés Laguna, mandó formar, en 1568, el primer jardín botánico que hubo en España. Hízose junto al palacio de Aranjuez, mucho antes que los famosos de París y Montpellier, y casi al mismo tiempo que los de Padua y Pisa, que eran tenidos por los más antiguos de Europa. Fernando VI instauró en Madrid el primer jardín botánico que ha tenido la capital de España. Estaba en el soto de Migas Calientes, a orillas del Manzanares, en un pequeño parque, cuidado por D. Miguel Bernades, médico de la fábrica de San Fernando, que había estudiado botánica en Montpellier. Pero no bastando aquel reducido espacio, Carlos III dispuso, en 25 de julio de 1774, que se mudase y trasplantase el botánico a las huertas de Prado Viejo, donde permanece. El conde de Floridablanca le dedicó su protección, y la sabia dirección de Gómez Ortega hizo ese delicioso vergel, tan útil para los que se consagran al estudio de las ciencias naturales y tan deleitoso para quienes acuden a disfrutar de ese bello jardín romántico, melancólico y apacible, que tan grato reposo ofrece al espíritu y al cuerpo. Una elegante verja, que fue construida en Tolosa de Guipúzcua por Francisco Arrillaga y Pedro José de Muñoz, delante de la cual hay asientos en toda su extensión, sigue toda la línea del Botánico en la parte del Prado, y en su centro deja lugar a una sencilla y clásica portada de granito, que consiste en un arco de medio punto, con archivolta, decorado por dos columnas de orden dórico, en las que sienta el cornisamiento con un friso y una lápida en que se lee esta inscripción: 

«Carolus III P. P. Botanices instauratur, civium saluti et oblectamento. Anno MDCCLXXXI.» 

El propio Gómez Ortega redactó esta leyenda, que, trasladada al romance vulgar, quiere decir: «Carlos III, padre de la patria, restaurador de la Botánica, a la salud y recreo de los ciudadanos, año de 1781.»

Desde la pequeña plantación de hierbas medicinales, que había cuidado en Migas Calientes, Riqueur, boticario que había sido de Felipe V, y las primeras enseñanzas de botánica dadas allí en 1757 por los profesores Quer y Minnart, hasta este vasto parque, cuya formación promovió también muy especialmente el doctor Zona, intendente del jardín botánico y primer médico de cámara, el progreso era enorme. Y merece ser recordada la aclimatación en este jardín de una flor plantada por el sabio D. Antonio José de Cavanilles: la dalia, originaria de Méjico, y hasta entonces desconocida en España. 

Fue tanta la importancia que en poco tiempo adquirió la Botánica de Madrid, que en 1803 salieron de él 7.649 paquetes de semillas para los jardines públicos de París, Copenhague, Londres, Montpellier, Viena, Nimes, Turín, Pavía, Florencia, Génova, Parma, Filadelfia, Lisboa, Lima, Cartagena, Sevilla y Burgos. 

Al fondo del paseo que comienza en la puerta que da al Prado, hay una elegante portada, con cuatro columnas de orden dórico, que da ingreso a la cátedra de Botánica. A uno y otro lado se extienden las estufas, existiendo otro invernadero, donde se cultivan plantas tropicales, arrimado a la parte del muro de la calle de Espalter. La biblioteca es muy considerable, así como herbarios, en los que se juntaron más de treinta mil especies distintas. Las estatuas de Cavanilles y de D. Mariano Lagasca, quien hizo en 1816 un catálogo de este jardín, se alzan en una de sus avenidas como justo tributo a lo que les debe la Botánica española. 

A fines del siglo XIX sufrió ese hermosísimo parque una lamentable disminución. El extenso pinar, que llegaba hasta el paseo de Atocha, y en cuyos terrenos se abrió la calle de Claudio Moyano, y fue edificado el ministerio de Fomento. Posteriormente todavía ha sido objeto de alguna amenaza la integridad del jardín; pero una enérgica defensa, no sólo de sus fueros, sino del derecho del pueblo de Madrid a no verse privado de tan ameno lugar de esparcimiento, ha puesto coto al intolerable intento. 

En alguna ocasión el Botánico ha servido para la celebración de fiestas benéficas, organizadas por aristocráticas damas. Y siempre es un refugio amable, donde la niñez y la ancianidad encuentran apacible cobijo, y el poeta y filósofo la quietud necesaria a su espíritu en la serenidad de sus románticas frondas. 

Al otro lado del Botánico, y contiguo a la Platería de Martínez, de la cual ya se hizo en su lugar correspondiente la necesaria referencia, hubo durante muchos años, desde fines del reinado de Fernando VII hasta los últimos años del de Isabel II, un espectáculo famoso en Madrid: el Diorama. Consistía en un espacioso edificio, construido al intento, en cuya parte principal estaba reproducido el interior del templo de San Lorenzo de El Escorial, prodigio de perspectiva, que por cierto en la primavera de 1913 ha podido ser visto de nuevo, instalado en el palacio del Retiro que sirve para las Exposiciones de Bellas Artes. 

Era una de las atracciones de Madrid. Bretón de los Herreros, en «Mi secretario y yo», hace decir al protagonista: 

Quien pudiera, hermosa dama,

transportar aquí el teatro 

del Príncipe, y otros cuatro, 

y el Circo y el Diorama. 

Había, además, en los salones altos y bajos del edificio, otras vistas también de diorama, como la del Coro de los Capuchinos de Roma y la del panteón de mismo Escorial; otras, en transparentes, como la vista exterior de esa basílica y el interior de la de Atocha. Aumentaba el número de las curiosidades de aquel establecimiento un elegante salón de física recreativa y coronaba el edificio un belvedere oriental, cerrado con cristales de colores, que daban un aspecto fantástico al panorama del Prado, el Museo, el Botánico, el Observatorio y las cercanías de Madrid desde allí divisadas. Este mirador existe todavía, coronando una de las últimas casas de la calle de Moratín, antes de San Juan. 

En 1840 la moda hizo que los elegantes abandonaran, aunque no por mucho tiempo, el salón del Prado e hicieran delante del Botánico el paseo favorito de los «liones», «dandys» y «fashionables», como dieron en llamarse las personas de la buena sociedad, comenzando a barbarizar el idioma por un prurito de exotismo, sin el cual no concebían la exquisitez y la distinción personal. A mediados del mismo siglo, una parte del Prado recibió especial denominación. La calzada inmediata a las casas desde la esquina de la calle de Atocha a la de la plaza de Neptuno, donde entonces estaba el palacio ducal de Medinaceli, llamóse calle de Trajineros. 

La plazuela de las Cuatro Fuentes es un bellísimo paraje, al cual dan motivo esas fontanas. Fueron proyectadas cuando, en 1781, formóse el paseo del Prado, y su diseño es de Ventura Rodríguez. Intervinieron en la obra de ellas Roberto Michel, Francisco Gutiérrez y Alfonso Vergaz, que habían de dejar perdurables muestras de su arte en otros monumentos de mayor importancia. 

Desde la esquina de la plaza de la Platería de Martínez hasta el palacio árabe, se extiende la tapia de la huerta que fue de los trinitarios descalzos y ahora es del noviciado de las Hijas de la Caridad, llamadas vulgarmente Hermanas. Esa huerta fue uno de los lugares donde hubieron de practicarse enterramientos de las víctimas del 2 de mayo de 1808, fusiladas en el Prado durante la épica noche. 

Esquina a la calle de Lope de Vega existe un edificio que constituye un curioso alarde de arte arquitectónico. Fue construido hace años por el opulento capitalista Sr. Xifré, quien quiso tener, y consiguió, un bellísimo palacio árabe, perfecto en todos sus detalles. También estuvo instalada en él la Legación de Méjico, siendo plenipotenciario el señor Iturbe, y entonces se dieron allí suntuosas y artísticas fiestas, que tenían para su realce el aliciente de tan fantástico escenario. Este palacio, después de haber permanecido deshabitado algunos años, y dedicado a almacén y venta de muebles, ha sido adquirido por el duque del Infantado para su residencia.

Pasada la calle Lope de Vega hay una casa con un jardín delantero, que ofrece el recuerdo de haber sido donde Albareda. que allí vivía, tuvo, en 1872, la Redacción de «El Debate», periódico al cual bastaría para su buena memoria el saber que forma parte de su Redacción D. Benito Pérez Galdós. 

Y, finalmente, ya en terreno de lo que fue palacio de Lerma y luego de Medinaceli, debe notarse, esquina a la plaza de Neptuno, la muestra de buen gusto que ha dado el conde del Casal haciendo edificar su palacio según el estilo barroco, tan característicamente madrileño. 

En los jardines que por este lado bordean la calle de Trajineros se alza un pequeño monumento dedicado al doctor D. Alejandro San Martín. Ostenta el busto de aquel clínico catedrático, con una sencilla dedicatoria, y estas fechas del nacimiento y muerte del maestro: 1847-1908. Es obra de Miguel Blay. 

Al otro lado, y tras el paseo limitado por una línea de anchurosos bancos de granito, colocados a fines del reinado de Fernando VII, se alza un frondoso jardín, en el que unos hermosísimos ejemplares de cedros, que estarían más oportunamente situados en otro lugar, ocultan la vista de la magnífica fachada del Museo de Pintura y Escultura del Prado, como universalmente se le llama. 

Ante su vestíbulo, donde durante algunos años tuvo uno de sus varios emplazamientos el grupo escultórico que representa a Daoíz y Velarde, álzase la estatua de Velázquez. Su autor es Aniceto Marinas, y el del pedestal, el arquitecto D. Vicente Lampérez. La inscripción dedicatoria del monumento dice así: «Los artistas españoles, por iniciativa del Círculo de Bellas Artes, 1899.» El 14 de junio de ese año se verificó la inauguración, con solemnidad verdaderamente extraordinaria. La reina regente y el rey Alfonso XIII descubrieron la estatua, y comenzó el homenaje que España y las principales naciones de Europa rendían al gran artista. 

Los delegados de Francia eran los insignes pintores Jean Paúl Laurens y Carolus Durand, quienes depositaron al pie de la escultura las coronas con cintas de los colores franceses, en las que decía: «Au grand Velázquez, les peintres français.» Los embajadores de Alemania y Austria pusieron también coronas dedicadas por los emperadores de sus países respectivos. Mister Poynter, director de Royal Academy y Royal Gallery, de Londres, otra en nombre de Inglaterra. Mariano Benlliure, la de los artistas de Roma. Y a ellas se añadieron las de la Academia de Bellas Artes, Ayuntamiento de Sevilla, Asociación de Escritores y Artistas, Escuelas de Bellas Artes, de Madrid, de Barcelona y de Valladolid, Sociedad de Arquitectos, Ayuntamiento y Diputación provincial de Madrid, Círculo de Bellas Artes, y muchas más, que acabaron de ocultar la estatua bajo montones de flores. 

El hermoso edificio del Museo del Prado, en el que se guarda el maravilloso tesoro artístico que constituye una de las grandes glorias españolas, y hace el nombre de nuestra patria recordado con admiración y respeto en el extranjero, es un palacio de magnífica traza neoclásica, que presenta del lado del paseo su principal fachada, con una elegante columnata, a la cual quitó mucho de su gracia la instalación de parámetros de cristales, que fueron colocados hace no muchos años, durante la desdichada dirección de D. José Villegas, la más desacertada, en muchos sentidos, de cuantas han regido nuestra gran pinacoteca. 

Carlos III, que, como ya se ha dicho repetidas veces, fue el que dispuso la reforma y embellecimiento del paseo del Prado, quiso aumentar su ornato con un Museo de ciencias naturales, cuyos planos dibujó su arquitecto mayor, el ilustre madrileño D. Juan de Villanueva, quien comenzó en seguida a dirigir la construcción. Duró la obra todo el reinado de Carlos IV, y la guerra de la Independencia impidió que fuese terminada.

Su capacidad y su situación hicieron que los franceses utilizaran lo edificado par fines estratégicos, con lo que ocasionaron grandes deteriores en su fábrica, que completaron con la sustracción de todo el emplomado. Descubierto y abandonado a la inclemencia del tiempo, permaneció arruinándose en su parte alta por las lluvias, y la destrucción del edificio hubiera sido completa si Fernando VII, estimulado por su segunda esposa, Isabel de Bragamza, no acudiese a remediar esos males, disponiendo la reparación de aquellas ruinas, para lo cual se hizo un presupuesto de siete millones de reales, contribuyendo el rey con veinticinco mil mensuales de su bolsillo secreto, obligación que fue satisfecha puntualmente, aun en las mayores escaseces de la Casa real, además de otras sumas cuantiosas que regaló para el mismo fin. La reina contribuyó a esa obra, desprendiéndose, con ese objeto, de la pensión que para alfileres tenía consignada sobre la renta de Correos. 

Reedificado en gran parte el edificio, se comenzó a poner en práctica la idea de instalar en él un Museo de Pintura y Escultura, reuniendo las obras de arte más considerables, procedentes del Palacio real y de otros reales sitios. El 19 de noviembre de 1819 se inauguró el Museo, al siguiente año de haber fallecido la reina Isabel de Braganza, que puede ser considerada como su fundadora, y en memoria de la cual se dio su nombre al salón ovalado, que algún tiempo tuvo en su centro un balconaje desde el cual se distinguía la galería correspondiente de escultura en la planta baja. Esta sala estuvo dedicada a reunir en ella los cuadros principales de la Casa; y desde hace una veintena de años quedó consagrada a Velázquez. Sobre su puerta hay un retrato de la fundadora. 

Comenzó sólo con tres salas y trescientos once cuadros. En 1821 se abrió otra, y en 1828, las salas italiana, alemana y francesa; en 1830, la flamenca, la holandesa y la galería de escultural; en 1839, otros salones; en 1851, el ovalado, y en 1873 otro, para las tablas trasladadas del ministerio de Fomento. En estos últimos años han sido construido unos pabellones adicionados a la fachada de Levante, y muy recientemente ha quedado establecido un completo servicio de potente alumbrado en derredor del edificio, que dificulta todo ataque nocturno a las riquezas allí guardadas. Algunos legados particulares han aumentado este acervo artístico, como dos retratos velazqueños, y las colecciones Errazu y Bosch. El malogrado Aureliano de Beruete, director anterior al actual, comenzó una reorganización del Museo, y el presente, Álvarez de Sotomayor, a quien ayuda en la subdirección un crítico de gran competencia, Sánchez Cantón, ha reformado sus salas con una distribución de las pinturas muy pertinente y atinada, permitiendo especialmente la mejor observación de los primitivos, que durante mucho tiempo han estado expuestos en condiciones deficientes para su contemplación y estudio. 

D. José de Madrazo, que fue director del Museo del Prado, emprendió, bajo la protección de Fernando VII, la interesantísima obra de litografiar todos los cuadros allí reunidos; pero la muerte de aquel monarca interrumpió esa publicación, que ya constaba de tres tomos, en folio mayor. Don Pedro de Madrazo, hijo de D. José y hermano de D. Federico, hizo el único catálogo que se ha hecho del Museo, labor estimabilísima, a pesar de algunas rectificaciones y aclaraciones que la crítica moderna haya tenido que oponerle. 

El tesoro pictórico de los reyes de España puede decirse que empezó en tiempo de Carlos V, grande protector del Tiziano, y continuó en el reinado de Felipe II, en cuyo tiempo floreció el Greco, y fueron protegidos Sánchez Coello y Pantoja de la Cruz. El duque de Mantua, Vicente I de Gonzaga. hizo a Felipe III el regalo de la reproducción de doce obras de los mejores pintores italianos, y el encargado de ofrendar el presente fue Pedro Pablo Rubens, quien para ello vino a España en 1603. Felipe IV, que tenía un gran espíritu de artista, aumentó valiosamente la colección con el encargo que dio a Velázquez de adquirir en Italia los cuadros de los mejores maestros. Y, por otra parte, el florecimiento extraordinario de la pintura española en aquel tiempo acreció la base de la espléndida riqueza que, cobijada primero en los reales Alcázares, paso finalmente a reunirse en el Museo del Prado. 

Aquí entre tanta pintura famosa, está «La Gloria», del Tiziano, que Carlos V tenía a la cabecera de su lecho en su celda del monasterio de Yuste, donde murió. Está el «Cristo», de Velázquez, que durante largo tiempo estuvo en la sacristía de San Plácido, ofrecido por los pecados del rey. El retrato ecuestre de la reina doña Margarita, por Bartolomé González, donde la esposa de Felipe III luce las dos joyas más célebres que tenía la corona de España, la perla llamada «Peregrina» y el diamante «el Estanque», que fue hallado en tierra de Madrid y tallado por Jácome Trezzo. «La Concepción», de Murillo, que, recién hecha, fue expuesta al público en el balcón principal de la casa de Oñate. Los cuadros de Carducho, de Castelló, de Caxes, de Poveda y de Leonardo, representando memorables hechos de armas, que decoraron el gran salón de Reinos en el palacio del Buen Retiro. Las pinturas de Goya que decoraron su casa en la quinta cercana del Manzanares, y entregadas al Museo (del mal el menor) por el barón d'Erlanger, destructor de aquella finca histórica. Pudiéndose añadir a tantos recuerdos, si no por el mérito de los cuadros, por recordar el sitio en que estuvieron, el Cincinato y el Wamba, de D. Juan Rivera, muy de la escuela davidiana, que fueron especial ornato del salón principal del Casino de la Reina, en la ronda de Toledo. Uno de los más hermosos ejemplares de primitivos que hay en el Museo del Prado, «La Anunciación», de Fray Angélico, procede de otro lugar muy madrileño. Estaba en el interior del convento de las Descalzas Reales, de donde salió por instigación de los Madrazo, a quienes ayudó en este asunto la influencia del rey D. Francisco de Asís. 

Es cierto que antes de Fernando VII había decretado José Bonaparte, en 24 de agosto de 1810, el establecimiento de un Museo de Pinturas en el palacio de Buenavista; pero aunque en otras ocasiones hemos alabado las disposiciones de aquel monarca, en esta ocasión tenemos que recordar con dolor que fueron los generales de Napoleón los expoliadores del tesoro artístico de España, y que, como ejemplo, puede citarse el caso de que los herederos de Wellington poseen en Londres el retrato que de la infanta Margarita, la de las Descalzas, hizo Rubens cuando estuvo en Madrid, cuadro que aquel caudillo recogió, como otros, en el botín de la batalla de Vitoria entre le famoso equipaje que se llevaba a Francia el rey José. 

La galería de escultura no puede compararse en su valor al tesoro pictórico; pero conserva piezas interesantes. Su fundamento estuvo en la colección que perteneció a la reina Cristina de Suecia, y fue adquirida por Felipe V. Entre otras obras anteriores, deben recordarse la estatua de Carlos V, que tiene la particularidad de poder ser despojada de la armadura guerrera que la viste, y las de Felipe II y su hermana la reina de Hungría, obras de Pompeyo Leoni, que estuvieron colocadas en el jardín de San Pablo, en el Buen Retiro. Otras obras hay del mismo artista. Las estatuas en bronce y en mármol de la emperatriz Isabel, estatua de mármol de Carlos V, y bajorrelieves con los bustos de esos monarcas. Allí se admiran considerables manifestaciones de la escultura clásica, efigies de césares romanos ejecutadas con materiales preciosos, y el célebre grupo Apoteosis de Claudio, que fue regalado por el príncipe Colonna a Felipe IV.

Tiene el Museo once mesas riquísimas. Las dos que San Pío V regaló a Felipe II y a D. Juan de Austria. Ocho construidas en Madrid el año 1780. Y la que Pío IX envió como presente a Isabel II. En la galería central se halla distribuido en vitrinas el llamado Tesoro del Delfín, consistente casi todo él en vasos y adornos, hechos con diásperos sanguíneos, jades orientales, agata, cristal de roca, y guarnecidos con piedras finas, camafeos y esmaltes de gran valor. Esta colección vino a España por haberla heredado Felipe V, y hasta 11 de enero de 1839 permaneció en el Gabinete de Historia Natural. Hace pocos años fueron sustraídos algunos objetos de esta colección, y el suceso, del cual se habló mucho, ocasionó modificaciones en el régimen interior del Museo y el mayor cuidado en su vigilancia exterior. 

Al hablar de la calle de Felipe IV y de la plaza de la Lealtad hemos hecho referencia al jardín del Tívoli y cuanto además hubo donde se halla el Hotel Ritz. También al hablar del monumento al Dos de Mayo fue recordado el proyecto que en tiempo de Carlos III se hizo de construir una columnata semicircular cubierta, de modo que sirviera de paseo en los días de lluvia y diera espacio para el establecimiento de fondas y botillerías en aquel sitio donde estuvo el juego de pelota, derribado en 1637. 

Al llegar a la parte del Prado más propiamente dicho, debemos recordarle primeramente como nos lo describen las más remotas descripciones de aquel lugar. Pedro de Medina, en su libro «Grandezas y cosas memorables de España», escrito en 1543, dice así: 

«Hacia la parte oriental (de Madrid), luego en saliendo de las casas, sobre una altura que se hace, hay un suntuosísimo monasterio de frailes Hierónimos, con aposentos y cuartos para recibimiento y hospedería de reyes, con una hermosísima y espléndida huerta. Entre las casas y monasterio hay, a la mano izquierda, en saliendo del pueblo, una grande y hermosísima alameda, puestos los álamos en tres órdenes, que hacen dos calles muy anchas y muy largas, con cuatro fuentes hermosísimas y de lindísima agua; a trechos, puertas por la una calle, y por la otra, muchos rosales entretejidos a los pies de los árboles por toda la carrera. Aquí, en esta alameda, hay un estanque de agua que ayuda mucho a la grande hermosura recreación. 

A la otra mano derecha del mismo monasterio, saliendo de las casas, hay otra alameda, también muy apacible, con dos órdenes de árboles, que hacen una calle muy larga, hasta salir al camino que llaman de Atocha: tiene esta alameda sus regueros de agua, y en gran parte se va arrimando por la una mano a unas huertas. Llaman a estas alamedas el Prado de San Hierónimo, en donde, de invierno al sol y de verano por gozar de la frescura, es cosa muy de ver y de mucha recreación la multitud de gente que sale, de bizarrísimas damas, de bien dispuestos caballeros y de muchos señores y señoras principales en coches y carrozas. Aquí se goza con gran deleite y gusto de la frescura del viento todas las tardes y noches del estío y de muchas buenas músicas, sin daños, perjuicios ni deshonestidades, por el buen cuidado y diligencia de los alcaldes de la corte.» 

El maestro Juan López de Hoyos, en su libro donde describe la entrada en Madrid de la reina doña Ana de Austria, en 1569, habla todavía con más entusiasmo del Prado, y en la Biblioteca de El Escorial hay un manuscrito, de 1574, en el que se habla así del famoso paseo: 

«Tiene las más y mejores fuentes y de mejor agua que se hayan hasta agora visto. En el Prado que dicen de San Hierónimo hay cinco fuentes de singular artificio, que tiene cada una, una vacía de piedra berroqueña, que tiene de diámetro diez pies y media vara de borde, vaciadas por dentro, asentadas sobre un balaustre de cinco pies de alto. También tiene otro abrevadero, con dos caños de la misma piedra berroqueña, tiene de largo setenta pies y de hueco más de doce. El uno de los caños sale por la boca de un delfín, con una letra que dice: 

«Bueno». 

El otro sale por la boca de una culebra, y a ésta rodean otras dos arrevueltas, con una esfera que tiene un espejo de bronce, y en medio dice: «Vida y gloria». Luego, a mano derecha, hay otra fuente de cinco caños; a la mano izquierda hay otra que tiene más de cincuenta caños de agua, que parece que siempre está lloviendo. Más distante de las que a ésta responden sale otra fuente con otros cuatro golpes de agua. Al fin del Prado está otra, con tres golpes de agua. También otra que mira a San Hierónimo, que tiene otros cuatro caños.»

Delante de donde, a principios del siglo XVII, levantó el duque de Lerma su palacio, que luego pasó a ser de los duques de Medinaceli, y se hallaba donde ahora el Palace Hotel, hubo una plaza de toros, que duró poco tiempo, y hacia donde luego fue la fuente de Neptuno, estaba la del Caño Dorado, que es una de las que menciona Cervantes en el «Quijote», con las del Piojo, Leganitos, Lavapiés y de la Priora, en la burlesca relación del primo del licenciado, yendo desde las bodas de Camacho camino de la cueva de Montesinos. 

Y el mismo don Miguel dice en verso, despidiéndose de Madrid: 

Adiós, dije a la humilde choza mía:

adiós, Madrid; adiós tu Prado y fuentes,

que manan néctar, llueven ambrosía. 

Próxima a aquella del Caño Dorado, estaba la torrecilla que para la música hizo construir el regidor Juan Fernández, y a la que aludían estos versos: 

Buena está la torrecilla; 

seis mil ducados costó.

Si Juan Fernández lo hurtó,

 ¿qué culpa tiene la villa?  

A pesar de lo que dijo Pedro de Medina acerca de la honestidad y buen orden que se advertían entre la concurrencia al Prado por las noches, era lo cierto que aquellas alamedas prestábanse a toda suerte de amorosos lances y eran teatro de sangrientos episodios. Nuestra literatura del Siglo de Oro está llena de alusiones al Prado, y en el teatro clásico abundan escenas que tienen allí su lugar de acción. En el Prado pone Lope de Vega la acción de «La discreta enamorada», cuando el confidente del hijo del capitán se disfraza con un manto para dar realidad a su ficción de una dama por él imaginada. 

El mismo Lope, que también habla del Prado en su comedia «El acero de Madrid» y en otras, le dedica una redondilla en su descripción satírica de Madrid. 

Los prados en que pasean 

son y serán celebrados;

bien hacéis en hacer prados, 

pues hay bien para quien sean.  

No por conocido también, debe dejar de ser consignado el cuarteto de Villamediana: 

Llego a Madrid y no conozco el Prado, 

y no le desconozco por olvido,

sino porque me consta que es pisado

por muchos que debiera ser pacido. 

Y una seguidilla popular decía: 

Como corren los tiempos, 

libres y alegres,

muchos salen al Prado 

por darse un verde.  

No menos significativa que esta otra: 

Si ir al Prado dejares 

tu esposa, loco,

mientras ella va al Prado, 

vete tú al Soto.  

Propicios a las aventuras eran, en efecto, tales parajes, que ofrecían, de un lado, el espesor de las arboledas y, del otro, el desnivel del terreno con el barranco del Bajo Abroñigal, sobre el que a la parte de allá se alzó aquel cerro, del que decía León Pinelo que estaba allí desde el principio del mundo, y donde estuvo el Juego de Pelota, que fue derribado al mismo tiempo que desmontado aquel alcor, en 1637. 

Fernández de los Ríos, no siempre muy exacto en sus referencias, habla de algunos acontecimientos curiosos acaecidos en el Prado. Entre ellos, cuenta que el día de San Juan, de 1613, «salió el rey al Prado con el duque de Lerma, las guardias española y tudesca y todos los caballeros de la corte, y después de haber dado dos o tres vueltas, se sentaron en el monasterio de Capuchinos, que estaba junto a la huerta del duque, donde se hallaba la reina de Francia con su hermana, que las habían llevado de Palacio, antes que el rey saliese, con las cuales se vino en el coche, y el duque al estribo». 

Hay ejemplos de cómo aquellos parajes apartados favorecían al desorden. «Estando paseando por el Prado el conde de Oropesa y el duque de Alburquerque, una noche de verano de 1639, emparejó con su carroza otra de damas: llamó una de ellas al duque, y los dos se apearon y se pusieron a hablar en los estribos, cuando cayó un hombre sobre Alburquerque, que logro derribarle de una estocada, y dos sobre Oropesa, que recibió otra estocada por el carrillo, atravesándole la valona y el cartón de la golilla, e hiriéndole en el hombro. A la noche siguiente, también por unas damas, atravesaron un brazo al marqués de Almenara.»

En el Prado hízose un ensayo del movimiento continuo. Dice el padre González que, en 1644, «vino un andaluz con unas quimeras de Arquímedes; hizo un molino en el Prado bajo; juntóse con otros, y añadió a la tramoya otra traza con que habían de tener unas bombas movimiento perpetuo y el agua que saliese para hacer mover la rueda había de volver al mismo estanque de donde se había sacado. Probóse, y el agua ni sube ni baja, ni las bombas hacen el efecto que se entendió; tres mil ducados llevan gastados y pensaban obtener más de seis mil. Ahora tratan de remediarlo y consultan en qué estará la dolencia; todo será gastar en balde, que siempre estas cosas extraordinarias salen al contrario de lo que prometen los que las hacen». 

Cuando el Prado cobra verdadera solemnidad es a partir de la inauguración del real sitio del Buen Retiro. La noche de San Juan del año 1631, hubo en los tres jardines que por la parte de la villa bordeaban el famoso paseo una gran fiesta, ofrecida por el conde duque de Olivares a Felipe IV. Aquellos jardines eran los de los duques de Maceda, condes de Monterrey y marqués del Carpio, que correspondían a los lugares que luego ocuparon el palacio de Villahermosa, la iglesia de San Fermín y el palacio de Alcañices, correspondientes después estos últimos al Banco de España, calle de la Greda, casa del conde de la Patilla y palacio de los marqueses de Retortillo. 

La fiesta de aquella sanjuanada fue magnífica. Hubo baile, músicas, cena, mascaradas y representación de dos comedias. Una de Lope de Vega, «La noche de San Juan», y otra de Quevedo y de Antonio Mendoza, «Quien más miente, medra más». En el paseo celebróse al final una suntuosa rúa, que duró hasta el amanecer. 

En 1637 derribóse, como ya queda dicho, el juego de pelota y quedó desmontado el famoso peñón, para abrir más amplio paso hacia el Retiro con motivo de otras grandes fiestas en ese real sitio. «En febrero de ese año dio en la ermita de San Antonio (fábrica luego de porcelana, donde ahora el Ángel Caído), una fiesta a la reina y a las damas un portugués que había comprado en treinta mil ducados el oficio de Receptor del Consejo de Hacienda. Hubo comedia y entremeses con bailes. La merienda fue en los árboles de la ermita, que estaban cargados de fruta: unos, de ciruelas secas de Génova; otros, de peras secas en azúcar, más frutas y conservas, roscones, hojuelas y queizadas de Portugal. Por la noche volvió a haber comedia en el salón de Palacio, figurando entre los convidados los frailes de San Jerónimo. Y el día de la Magdalena, Olivares festejó a los reyes con una mascarada, y recopiló en tres compañías cómicas lo más escogido de las habilidades, tramoyas, bailes, entremeses y comedias de todo el año. En la ermita de San Bruno (junto al estanque llamado posteriormente de las Campanillas) se dio representación de loa y comedia. En la merienda que siguió luego, los árboles del jardín aparecían verdes y cargados de varias clases de fruta, naranjas, camuesas, peras de Aragón, bellotas y dulces, llamando sobre todo la atención una parra con abundancia de uvas, sazonadas como en otoño; los cuadros del jardín estaban llenos de flores y las orillas, de melones y otras frutas.»

En 1649, para celebrar la entrada en Madrid de la reina doña Mariana de Austria, la cerca del Retiro se convirtió en una improvisada muralla, con puerta que daba al Prado y una serie de arcos que llegaban hasta el antiguo alcázar. En la subida de la Carrera de San Jerónimo, construyeron un ancho tablado con jardines, fuentes y saltadores, y en su parte más alta el monte Parnaso, en que se veían las Musas, el Pegaso y el dios Apolo y, al pie de la fuente Castalia, seis de los principales ingenios españoles, Calderón, Lope de Vega, Argensola, Quevedo, Zárate y Góngora. 

Ya queda dicho que en 1781 acometió Carlos III la reforma del Prado, según el proyecto de don José Hermosilla, con lo que vino a quedar con el trazado que actualmente conserva y muy poco variado en su aspecto. Ornato principalísimo del paseo fueron las fontanas que entonces se pusieron en él y constituyen monumentos bellísimos que exaltan el prestigio artístico de Madrid. Ya se ha hablado en sus lugares correspondientes de la de la Alcachofa, que estaba al final del Botánico y ahora se halla en el Retiro; de las Cuatro Fuentes, de la de Neptuno y de la de Cibeles; pero réstanos ocuparnos en este lugar de la más hermosa de todas: la de Apolo, también llamada de las Cuatro Estaciones, que ocupa el centro del que se llamó Salón del Prado. 

Fue diseñada por el gran Ventura Rodríguez y ejecutada en casi su totalidad por el admirable escultor D. Manuel Álvarez, quien la labró en piedra de Redueña, y habiéndola dejado sin terminar puso fin a tan singularísima obra Alfonso Vergaz, quien dio la mano a la estación de Apolo. D. Francisco Gregorio de Salas entusiasmóse con ella, y olvidando a quien dibujó el monumento y por esta vez a quien lo ejecutó en su mayor parte, hizo estos versos, que dedicó «A la bella estatua de Apolo, puesta nuevamente en una de las fuentes del Prado, empezada por el difunto Álvarez y concluida por D. Alfonso Vergaz: 

Si el Apolo, Vergaz, fuera Narciso,

al punto que a la fuente se asomara,

viendo la perfección de su figura 

de si mismo otra vez se enamorara

contemplando del arte la hermosura.

No crean los poetas que su lira

puede elogiar la estatua dignamente;

pues creo ciertamente 

que llevar ya Vergaz de polo a polo

su elogio merecido, 

sólo está concedido 

a la lira inmortal del mismo Apolo.  

Pero el capellán de las Recogidas había ya cantado a Álvarez, con motivo de este monumento, en su otra composición que dice así: «A las cuatro estaciones del año, puestas en la fuente de Apolo, empezadas y concluidas por el difunto Álvarez»: 

Álvarez, tus estaciones 

nos presentan sus efectos

en tan bellas actitudes 

y modo tan verdadero, 

que con toda propiedad 

me parece que estoy viendo 

en primavera y verano, 

el otoño y el invierno,

flores, espigas y frutas, 

nieves, escarchas e hielos.  

Y también el propio Salicio escribió este epitafio: «Para D. Manuel Álvarez de la Peña, insigne estatuario español y director de la Real Academia de San Fernando: 

Aquí yace un escultor 

que por su grande destreza 

le echaran menos los hombres 

y le llorarán las piedras."  

Don Ramón de la Cruz, en su sainete «Los panderos», alude a la parte de Apolo, haciendo decir a una maja: 

Y le dejé más parado,

más blanco y más frío que 

la "estatua" nueva del Prado.  

Por cierto que Cruz, que hace en distintas obras otras alusiones a este paseo, le dedica este soneto: 

Del verano en la plácida estación,

es el Prado paseo de alquiler,

donde cuesta a los más breve placer

la fama, la salud y el corazón. 

Adornada entre tanta confusión 

y torpe la ocasión se deja ver

de cualquiera dejándose coger; 

que aquí sólo no es calva la ocasión.

Pretextan que se van a refrescar 

y a divertirse con mirar y oír,

dando mucho al discreto qué pensar

cómo puede un paraje divertir 

donde pierden los hombres mirar 

por y las mujeres sólo por venir.  

Volviendo a la fuente de Apolo, que fue la que más tardó en ser terminada, diremos que ostenta en uno de sus lados una cartela con esta inscripción: 

D. O. M.

S. P. Q. M.

Carolo III Aug. P. P.

D. D.

MDCCLXXVII 

Con gran justicia y notorio despreció de quienes verdaderamente hicieron esta obra de tan alto valor artístico, la Academia de la Historia dio en 25 de junio de 1803 esta otra inscripción para esta fuente, cuando se terminó por completo su trabajo: «La villa de Madrid, para ornato y ameneidad del Paseo del Prado, hizo construir esta fuente, año de MDCCCIII, XVI del reinado de los augustos Carlos IV y Luisa de Borbón». Y, como se deseaba, quedó concluida para las fiestas que se habían de celebrar con motivo del matrimonio del príncipe de Asturias, D. Fernando, con doña María Antonia de Nápoles. 

En un bando de 1757 se definió la demarcación del Prado Viejo, diciendo que se extendía desde la esquina de la casa del duque de Medinaceli hasta la puerta de Recoletos; se prohibía estar ni entrar en él con capa; se mandó que fueran expulsadas las limeras y ramilleteras y otras mujeres perjudiciales; se dispuso que los coches dieran la vuelta en las cercanías de la puerta de Recoletos y en la Torrecilla, sin permitir que la tomasen antes, «pues cortadas las carreras con las vueltas cortas, se embarazaban y enredaban los coches, viéndose, a veces, el desacato de ser desacomodadas las personas reales con la detención que han sufrido». Para hacer cumplir el bando se mandó que asistiesen al paseo treinta y dos soldados. cuya distribución se marcaba, y un notario eclesiástico, para evitar tropiezos con los sacerdotes, que, por lo visto, eran poco pacíficos. Y añade Fernández de los Ríos que, a fines del siglo XVIII, se prohibieron, al mismo tiempo que los altares y petitorios, a pretexto de la Cruz de Mayo, los instrumentos desapacibles y los bailes y músicas en el Prado. En las verbenas de San Juan y de San Pedro, después de las doce de la noche. 

El Salón del Prado, tal como aparece en una de sus épocas de mayor prestigio, la del romanticismo, es un paralelogramo rectángulo, de mil trescientos setenta y siete pies de largo, desde la esquina de la Carrera de San Jerónimo a la de la calle de Alcalá, y doscientos once de ancho. Se halla separado el salón del paseo de los coches por un antepecho de hierro bronceado. Este antepecho predecesor de la barandilla que fue allí puesta a mediados del siglo XIX, pasó a rodear el jardín de la plaza de Bilbao, que se hallaba a bastante nivel sobre la calle de las Infantas. El salón tenía tres paseos, que venían a ser privativos de las tres clases sociales. La gente distinguida paseaba por sitio amplio y despejado, cerca de los coches, y el pueblo bajo por la arboleda próxima a San Fermín. Aún hubo durante algún tiempo otra acotación para la crema de la elegancia. Era un estrecho espacio, limitado por una serie de bancos y el antepecho que daba al paseo de carruajes. A este lugar se le llamaba París, y era donde la más selecta concurrencia del paseo se reunía, a fines del reinado de Fernando VII y principios del de Isabel II. El Prado de Larra, el que inspiró a Mesoneros Romanos su artículo de «Las villas» y el que describen las Memorias del general Córdova. El que había sido dibujado por Gustavo Doré y lo era también por Alenza. 

Viene luego el Prado de Ortego y se llega hasta el de Comba y de Pícolo, dibujante de no superior calidad artística, pero de estilo personalísimo y bastante representativo de la época en que se producía. Muy Madrid de la regencia y de Sagasta. Siempre he lamentado que Rosales, en vez de gastar su formidable arte en pintar maniquíes, no nos haya dejado un cuadro del Prado, lleno de figuras de su tiempo. En el Prado fue puesta, el año 1860, la tienda de campaña de Muley Abbas, que figura en el Museo de Artillería, y ese pabellón, de un verde maravilloso, hecho para brillar al sol de África y al de Madrid, rodeado aquí de una abigarrada muchedumbre con uniformes, atavíos señoriles y trajes populares, es lo que también hubiéramos querido que quedara pintado por Fortuny. Pero aparte de Goya y Alenza, nuestros pintores del pasado siglo han dejado perder la maravillosa vena de arte que era Madrid con sus fondos y sus figuras. 

A Espalter, a Tejeo, a Esquivel, a Gutiérrez de la Vega, a Madrazo, a Benjumea, a Rivera, les salva haber dejado un mundo de retratos. Otros se perdieron en el ridículo abismo de los grandes lienzos históricos. Bejarano dejó algún interior popular, con escenas de majos que pueden ser de Madrid o ser de Sevilla. A Castellano hay que agradecerle su «Patio de caballos de la plaza de toros», con figuras conocidas. Otro madrileño, Eduardo Cano, que supo pintar el primoroso e íntimo cuadrito de «La vuelta de la guerra de Africa», sería más vivamente recordado si, en vez de pintar fríamente el tétrico cuadro de «La muerte de don Alvaro de Luna», hubiera hecho un baile de Capellanes, o un domingo en la Virgen del Puerto. Villaamil hizo algunos dibujos primorosos, entre ellos una arbitraria y deliciosa pradera de San Isidro, y Valeriano Bécquer, Pradilla, Casto Plasencia, Pellicer, Urrabieta Vierge, A. Perea y Martín Rico, sin pasar tampoco del lápiz, ¡cosa imperdonable en tres coloristas como los primeros!, son los que han legado apuntes admirables del Madrid por ellos conocido y vivido. Casado del Alisal dibujó algún que otro tipo popular, y Rosales hizo el diseño de algo que fue muy madrileño: la portada y la cabecera de «La Ilustración Española y Americana». 

Después del Prado de Pícolo, todavía existe el visto por un buen dibujante, Huertas, que alcanza las postrimerías del Salón, aquel magnífico Salón de las tertulias en las noches de verano, alrededor de los faroles de gas, que tenían sus luces resguardadas por blancos globos de cristal, tan simbólicamente veraniegos, que parecían ostentar una semejanza con las copas de los sorbetes. Era también el lugar tradicional de los juegos de niños y, sobre todo, de niñas, para las que se hizo aquella canción que empieza: 

En el Salón del Prado 

no se puede jugar, 

porque hay niños que gozan 

en venir a estorbar.  

Un gran entretenimiento infantil había en la arboleda popular. A mediados del siglo XIX era un coche tirado por dos cabritas, y en el que sólo había asiento para un par de niños. Después vino el carruaje de las campanillas, ya con más plazas, y arrastrado por un borriquillo. Este es el que, al conocer el abandono del Prado como paseo, hubo de trasladarse a la plaza de Oriente para dar vueltas en torno a la verja del jardín de la estatua. También creemos recordar que hubo, a lo largo de esa parte del Prado, un ferrocarril, como de juguete, que podía parecer a manera de avance o anuncio de la estación del Mediodía. 

Todavía algún dibujante del novecentismo logró alcanzar el viejo y amable espectáculo del Prado. Sancha llegó a dibujar el aguaducho. Aquellos puestos de agua tan característicos y complemento tan necesario de la salida de los Jardines, o del Circo Hipódromo, o del teatro Felipe, y hasta el Eldorado, que si no consiguió el máximo prestigio de hallarse en este paseo, estuvo, puede decirse, en su jurisdicción, y tenía como especie de antesala la fonda y el café al aire libre en la Bolsa. 

Una necedad, disfrazada de pudibundez municipal, prohibió los puestos de agua, donde una garrida moza o un par de ellas servían el agua de la famosa de la Cibeles o de Jesús, serenada en el rezumante botijo, y con el aditamiento de los bolados o la copa de anís, más un rato de amable conversación. El aguaducho tenía la ventaja de que ante su alacena, pintada de blanco, no había más que dos o tres mesas, parvedad digna de ser recordada al pensar en la intolerable cantidad de veladores con que cervecerías y quioscos de refrescos invaden ahora, durante el verano, las aceras y los jardinillos de plazuelas y paseos. 

Las aguadoras ambulantes de la vasera, antes de refugiarse en Recoletos, alegraron el Prado con su pregón, al mismo tiempo que el de los barquilleros. Y durante los tiempos de las tertulias tradicionales en el Salón, había vendedores de agua, que los concurrentes a aquéllas pagaban, no para beber el transparente líquido, sino para verterlo, regando, aunque tenuemente, la arena en torno a sus asientos. 

El Prado era el curso tradicional de las máscaras y allí permaneció hasta que la desatinada metamorfosis del salón en jardín apartó de este paraje la rúa de los carruajes durante el Carnaval, al mismo tiempo que, por falta de espacio, le abandonaba la gente de a pie al ser suprimida la magnífica explanada. En la última década del siglo XIX, el Prado vióse invadido por una legión de ciclistas que encontraban allí ancho campo para ejercitarse en el manejo de las bicicletas, que habían triunfado sobre los biciclos y los triciclos, que fueron las primeras formas del velocípedo. 

Contiguo a la verja de los Jardines del Buen Retiro estuvo, hacia 1885 y permaneció hasta 1824, el famoso teatro Felipe, así llamado por el nombre del empresario, Ducazcal. Era de madera y cumplía perfectamente su cometido de coliseo veraniego, habiendo alcanzado los buenos tiempos del llamado género chico. Su recuerdo va unido al de varias célebres zarzuelas en un acto. 

Chueca, Valverde, Marqués y Barbieri, en la última partitura que estrenó, hicieron allí populares la música de «La Gran Vía», «De Madrid a París», «El chaleco blanco», «La baraja francesa», «El monaguillo» y «El señor Luis el Tumbón». En sus últimos días, este teatro sirvió de estación sanitaria y de alojamiento a un Museo de figuras de cera, con la representación de la batalla de los Castillejos y otros episodios. 

Detrás del Felipe hubo un teatrillo de fantoches, muy artísticamente construidos y manejados. Llamábase Eden Theatre, y a pesar de su estilización, o quizá por eso mismo, no consiguió la prolongada vida que tuvo otro guiñol, a la manera primitiva de este espectáculo, que estuvo en el solar del Tívoli, al desaparecer el Circo Hipódromo. Junto al Eden Theatre instalóse una Montaña Rusa, diversión que tuvo gran boga hace treinta y cinco años. 

En 1892 fue adornada la entrada al Salón del Prado con la balaustrada y bancos que se conservan. Las que no se irguieron mucho tiempo sobre sus pedestales fueron las cuatro estatuas que sobre aquélla hubieron de colocar para honrar la memoria de los ilustres madrileños Francisco Ramírez, Lope de Vega, Quevedo y Villanueva. Eran de escayola y carecían de valor artístico. En 1904, el alcalde marqués de Lerma fue quien tuvo la desdichada ocurrencia de transformar el hermoso Salón del Prado, tan característico de Madrid, en esos ridículos y mezquinos jardinillos que actualmente desfiguran el mejor trozo del gran paseo. El atentado al buen gusto completóse con la colocación de dos fuentes de hierro, con las figuras de unos niños absurdos. Por fortuna, esta ofensa a la espléndida decoración que dan al Prado las artísticas fontanas del siglo XVIII no tardó en ser borrada. 

Ya hemos hecho mención de los edificios que hay desde la esquina de la plaza de las Cortes a la de la calle de Alcalá. Donde estaba el palacio de Maceda álzase, desde 1806, el de Villahermosa, del que se trató en su lugar correspondiente. En el jardín de los condes de Monterrey, edificó, en 1746, la Congregación de los Naturales de Navarra la iglesia de San Fermín. Era muy conocido el reloj que para su torre trajo de Amberes el conde de Monterrey, don Juan Domingo Méndez de Haro. Tenía treinta y dos campanas, que, en su juego, consentían la interpretación de las más variadas piezas musicales y divertían a la concurrencia que asistía al Prado, tocando minuetos, alemandas y otros aires profanos. 

Hasta la calle de Alcalá, y volviendo por ella, se extendía el palacio del marqués del Carpio, luego de Alcañices, y el espacio ocupado por estos últimos edificios es el que corresponde a la prolongación de las calles del Sordo y de la Greda (Zorrilla y Los Madrazo) y a la casa de Retortillo, en la que tuvo su segunda instalación la Sociedad de Autores españoles; la del conde de la Patilla y el Banco de España. Este último ocupa uno de los más hermosos palacios de Madrid, dilatada construcción que en sus líneas fundamentales aparece inspirada por el noble arte del Renacimiento. Los autores de los planos fueron D. Eduardo de Adaro y D. Severiano Sáinz de la Lastra, quien, habiendo fallecido, fue sustituido en la dirección de las obras por D. José María Aguilar. La primera piedra fue puesta el 4 de julio de 1884, con asistencia de D. Alfonso XII, y las obras se realizaron trabajosamente por la enorme cantidad de agua que dificultaba las faenas de cimentación. 

En la otra parte, llamada del paseo de las Víctimas, por ser la que tiene a su lado el obelisco de la Lealtad, la renovación ha sido considerable en estos últimos años. Aparte de la construcción del Hotel Ritz, en el terreno del antiguo Jardín del Tívoli, armonizando con el edificio de la Bolsa, vemos alzarse en el solar de la Huerta de San Juan, convertida en parque de espectáculos con el nombre de Jardines del Buen Retiro, el hermoso edificio de la Casa de Correos y, después del espacio concebido a la apertura de la calle Montalbán, el nuevo ministerio de Marina. 

La Casa de Correos abre al Prado su parte más interesante y frecuentada. La galería de los buzones, formada por un amplio soportal, entre cuyos pilares penden unas solemnes y decorativas farolas. 

El Prado, tal como quedó, después de su formación definitiva, según la idea del conde de Aranda y la traza de Hermosilla, ha sido la vía augusta de las grandes paradas y las procesiones cívicas. La proclamación de Carlos IV dio ocasión a las primeras fiestas oficiales allí celebradas, y de las que formó parte la verificada en el Botánico con doscientos niños y niñas portadores de luminarias y regalados luego con una merienda suculenta en los invernaderos. La entrada de Fernando VII, primera que hacía como rey en Madrid, el 26 de marzo de 1808, fue la iniciación del período de transformación política española que, a vuelta de muchas fases, no ha concluido todavía. El Prado que presenció aquella apoteosis no tardó en ser escenario de las tremendas escenas del Dos de Mayo. Seis años después llegaba al mismo lugar el cortejo del carro fúnebre que traía los restos mortales de Daoíz y Velarde, según vemos en el cuadro de Rivelles, grabado por Ametller, y se verificaba la conmovedora ceremonia de recoger los despojos de otras víctimas y ponerlos en otro carro fúnebre para conducirlos a la Colegiata de San Isidro. En 1840, aquellas cenizas venerables, después de una peregrinación por Sevilla y Cádiz a que fueron llevadas en «los tres mal llamados años», del 20 al 23, volvían al Prado para recibir sepultura en el mausoleo levantado, por fin, sobre el Campo de la Lealtad. 

El 24 de septiembre de 1822 se celebraba en el Salón del Prado el gran banquete en que se festejaba el triunfo del 7 de julio. Entoldóse el Salón y fueron colocadas en él setecientas cincuenta mesas de a doce cubiertos, para los nueve mil convidados que eran los individuos que componían la guarnición aquel memorable día. El Ayuntamiento asistió, acompañado de los heridos y los parientes de las víctimas, habiendo para ellos cuatro mesas de preferencia de a cincuenta cubierto cada una. La tropa dejó las armas en pabellones y ocupó los asientos, sin distinción de clases. Varias músicas tocaron himnos patrióticos durante la comida, prolongada la fiesta hasta entrada la noche. A pesar de que un chaparrón quebrantó un tanto la alegría de la tarde, grupos entusiastas recorrieron las calles entonando canciones. Pocos años más tarde, el Prado era testigo de la Mascarada Real que festejaba el matrimonio de Fernando VII con María Cristina, y después, la iluminación para festejar la jura de la princesa, luego reina Isabel II. 

Cuando la boda de la reina Isabel, en la esquina del Prado y de la calle de Alcalá, la noche del primer día de festejos, unos fuegos artificiales que fueron presenciados por las reales personas desde la Huerta de San Juan. 

Estos fuegos, dirigidos por el polvorista valenciano D. Joaquín Minguet, consistieron, después de diferentes juegos pirotécnicos, en un templete de ocho fuentes y un jardín cercado de un enverjado arabesco, con arcos y palmas, y en cuatro columnas, que sostenían otras tantas estrellas polares, de doble transformación. Dicho templete fue iluminado cuatro veces por llamas de bengala de distintos colores, fuego chinesco y galerías de candelas romanas y chinescas. Cuatro jarrones alumbraban, suponiéndose que imitaban auroras boreales, y una cuerda de truenos, con un cañonazo, precedieron la salida del ramillete final, con lluvia de todos colores. 

Todas las noches que duraron los festejos por aquel acontecimiento, el Salón del Prado ostentaba una iluminación figurando un gran salón chinesco. Sus líneas limitantes formaban festones desde un extremo a otro del mismo, con millares de vasos de colores. Entre cada tres festones, y bastante elevados sobre ellos, resplandecían soles y estrellas que deslumbraban con sus infinitas luces. En medio del Salón, dando frente a la fuente de las Cuatro Estaciones, se elevaba un pabellón de colosales proporciones, con campanillas y globos transparentes, todo iluminado de vasos de colores. Al pie de este pabellón había un tablado, donde diferentes bandas de música tocaban de tiempo en tiempo piezas escogidas. Calculóse que ardían en aquella iluminación sesenta mil luces. 

Durante el reinado de Isabel II, el Prado fue escenario frecuente de paradas militares, y, como ya se ha dicho anteriormente, fue puesta en el Salón la tienda de campaña de Muley Abbas, a raíz de terminada la guerra de África. También con gran frecuencia, durante esa época, el paseo cortesano en este lugar era interrumpido por la algarada de un pronunciamiento, y la desbandada de los paseantes dejaba sembrado el suelo de bastones, sombrillas, chales y otras prendas. 

Después de la revolución de septiembre sucediéronse allí las paradas y revistas, siendo muy de notar la que el año 1872 se celebró con motivo de la visita del príncipe Humberto de Saboya. La entrada de Alfonso XII, las revistas en honor de otros príncipes extranjeros, la comitiva nupcial de Alfonso XIII y la solemnísima procesión cívica en el centenario de 1808, han sido las últimas fiestas análogas que ha visto el Prado. También, desde la restauración acá, recuerda demostraciones populares, como la silba a Cánovas, el motín llamado de los Faroles, que hizo caer a Sagasta en 1892, y las manifestaciones ciudadanas, desde la de Cabriñana en 1895 y la de Sol y Ortega en 1909, hasta la del 10 de diciembre de 1922. 

Las ceremonias de 1814 y 1840, para honrar a los héroes del Dos de Mayo, iniciaron la condición del Prado como camino para los grandes cortejos funerarios. La traslación de los restos de Muñoz Torrero, y los entierros de Calatrava, Argüelles, Mendizábal y Olózaga, que fueron también al panteón de la Libertad, en el cementerio de San Nicolás, ahora en el patio de Atocha. El famoso entierro de Martínez de la Rosa, el 7 de febrero de 1862, presidido por el rey Francisco, y señalado por una lluvia pertinaz y copiosísima, que dio motivo a que ese entierro oscureciese el legendario de Zafra, pues la gente dio en decir, para ponderar la magnitud de un aguacero: «Llueve más que cuando enterraron a Martínez de la Rosa». Otro entierro célebre fue el de Romea, desde la calle de Lope de Vega a la sacramental de San Nicolás. Y vienen luego los muy memorables de Prim, de Castelar y de Canalejas. 

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