martes, 24 de enero de 2023

Calle de Toledo

Calle de Toledo

La Calle de Toledo es la calle que se usaba para el antiguo acceso de diversas mercancías y víveres procedentes de la provincia de Toledo a la Villa de Madrid. La calle comienza en la Plaza Mayor, llega hasta la Puerta de Toledo (1817-1827) y continúa hasta la Glorieta de Pirámides donde finaliza, enlazando con el Puente de Toledo. Su denominación toledana proviene del camino de entrada a la ciudad proveniente de la capital castellano-manchega.

La calle era en sus comienzos un camino por el que se abastecía a la Villa de Madrid. Conectaba la Plaza Mayor con el sur de la Villa llevando a los puentes del río Manzanares. Los campesinos de la provincia accedían por la calle llevando sus mercancías a los mercados del interior como lo eran el mercado de la Cebada y el de San Miguel. Sus casas fueron lugar de aposento, así como la vecina Cava Baja donde se encontraban la mayoría de los mesones, ventas y posadas de la ciudad. Corre de desde sus inicios paralela al rastro madrileño. Tuvo entre sus edificios el palacio de los condes de Humanes, el conde de Lerena. En 1630 vivía en la calle Alonso Jerónimo de Salas Barbadillo (a la altura de la calle de la Colegiata). El Portal de Cofreros, la Colegiata de san Isidro (construida en 1651) y los Reales Estudios de San Isidro, que ocupan las antiguas dependencias del Colegio Imperial, son los únicos edificios de interés histórico-artístico de la época de los Austrias que se han conservado, además de "La Fuentecilla", levantada en homenaje a Fernando VII en la embocadura de la calle de Arganzuela, en 1814 (según la mayoría de los cronistas una de las más feas de Madrid).

El tramo más ancho de la calle, entre la Glorieta de la Puerta de Toledo y la Glorieta de Pirámides, fue antes llamado Paseo de los Ocho Hilos, por las ocho hileras de árboles que tenía en su origen, luego desaparecidas, permaneciendo solo la hilera de cedros del Himalaya en el centro.

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Dice Pedro de Répide acerca de esta vía:

De la plaza dela Constitución a la glorieta de las Pirámides, bs. de la Constitución, Duque de Alba, Amazonas, Humilladero, Arganzuela, Gasómetro, Cava, Calatrava, San Francisco e Imperial, ds. de la Latina y de la Inclusa, ps del Buen Consejo y de San Pedro el Real. 

He aquí una de las calles más interesantes y de mayor importancia de Madrid. Es la gran vía popular, centro de un animado comercio, durante mucho tiempo síntesis y cifra de la villa entera para los habitantes de los pueblos de la comarca, que en ella encontraban su alojamiento y la lonja de cuantas mercancías vinieran a feriar, compendio también de las regiones que allí desembarcaban sus tipos pintorescos y formaban entre la población de las posadas el mapa vivo de los viejos reinos de España. 

Comienza angosta, ornada de soportales hasta la calle Imperial, y va dilatando su anchura conforme avanza su extensión. Antiguamente no llegaba más que hasta el Hospital de la Latina, a cuya altura se hallaba la primitiva puerta de Toledo. Prolongóse en tiempo de Felipe II hasta el Caño de la Sierpe, y más adelante se destruyeron algunas alquerías y casitas que por allí había algunos huertecillos, trasladándose la puerta a la esquina de la calle de la Ventosa, donde permaneció hasta que, en tiempo de Fernando VII, fue construida la actual. 

Calle del pueblo, tuvo también viviendas señoriales, como la del conde de Humanes y el palacio de los duques de la Roca, donde vivió el conde de Lerena, ministro de Carlos III, y cuya esposa, al enviudar, tomó el hábito de carmelita descalza en el convento de las Baronesas. 

Frontero a las casas que ocupan el solar del palacio de la Roca, álzase el templo principal de Madrid, edificado entre las casas que se llamaron de la Compañía, por pertenecer a la de Jesús, y la casa de los Estudios de San Isidro, a la que ya se hizo referencia al hablar de la calle que lleva el nombre de aquella institución. En las casas inmediatas a la calle de la Colegiata, antes del Burro, donde se halla la tradicional tienda del Botijo, vivió y murió en 1630 el ingenioso y elegante escritor madrileño Alonso Jerónimo Salas Barbadillo. 

Habiéndose tratado en tiempo de Felipe II de fundar en Madrid un convento de Jesuitas, no consiguióse la realización del intento sino después de diversas dificultades. Tratóse primero de erigirle en las casas llamadas del Tesoro, contiguas al Alcázar; pero habiendo doña Leonor de Mascareñas, la fundadora del convento de los Ángeles, comprado una casa en la calle que ahora es de la Colegiata, dio allí comienzo la fundación, tratada por los ignacianos, el padre Pedro Fabro y el padre Antonio de Araus, predicador de los reyes. 

Fue aumentado el terreno, y dióse comienzo al dificio a 11 de mayo de 1560, siendo nombrado primer rector el padre Duarte Pereira. Ayudaron a la fábrica los monarcas, la princesa doña Juana y otros grandes señores de la corte, acabándose la iglesia a principios del año 1567. Bendíjola el obispo de Segorbe D. Fray Juan de Muñatones, de la Orden de San Agustín, dedicándola a San Pedro y San Pablo, en el día de cuya conversión, 25 de enero, se dijo la primera misa, asistiendo a ella los reyes D. Felipe II y doña Isabel de Valois, el príncipe D. Carlos, D. Juan de Austria y toda la grandeza. 

En el primer tercio del siglo XVII fue demolida aquella iglesia y comenzada la construcción de la actual, siendo su arquitecto el hermano D. Francisco Bautista, coadjutor de la Compañía de Jesús, y ayudando a la suntuosidad de la construcción los legados de la emperatriz doña María, que había tomado el patronato de aquel templo y colegio el mismo año que murió. Muchos años tardó en ser habilitada la nueva iglesia, que fue dedicada a San Francisco Javier, y por aquella princesa tomó el nombre de Imperial. Al fin, abrióse el 31 de agosto de 1661, celebrando las ceremonias de la congregación el nuncio Julio Rospigliossi. 

La planta de esta iglesia es de cruz latina. Son armónicas sus proporciones y hermosa su cúpula, que consta de cuerpo de luces, cascarón y linternas, y fue la primera que se hizo con entramado de madera. En los cuatro machones en que cargan los arcos torales hay varias hornacinas distribuidas entre la pilastras, ocupando las que corresponden a nave seis efigies de santas, y las de los brazos del crucero, los doce apóstoles, esculturas todas ellas de tamaño natural. 

Magnífica es la capilla mayor, adornada con pilastras estriadas de orden compuesto. La bóveda que cubre este espacio ostenta algunos ornatos escultóricos, entre los que hay dos medallas que representan la Caridad y la Esperanza, ejecutadas por Francisco Gutiérrez. Dio la traza para todo esto Ventura Rodríguez, quien reformó el retablo mayor, aprovechando las partes que pudo del antiguo, que era dorado y del mismo estilo que los colaterales. Las cuatro columnas sientan sobre un basamento de mármoles y reciben el cornisamiento, sobre el cual se eleva el ático donde fue puesto el cuadro de Antonio Rafael Mengs, representando una gloria. En el intercolumnio del centro hay un gran nicho de medio punto, con archivolta, en el que sobre un pedestal está la doble arca que contiene el cuerpo de San Isidro Labrador, y dentro del pedestal está la urna con las reliquias de Santa María de la Cabeza. La imagen de San Isidro, obra de Juan Pascual de Mena, y las estatuas de la Fe y la Humildad completan la composición de este monumento. Diez bellas imágenes de santos labrados, hechas por Pereira, están colocadas en seis hornacinas entre las pilastras del presbiterio y en cuatro nichos de los intercolumnios del retablo mayor. 

La imagen más interesante que hay en las capillas de este templo es la famosa de la Soledad, obra de Gaspar Becerra. La hizo el famoso escultor por encargo de la reina Isabel de Valois, tercera esposa de Felipe II, y es fama que habiendo labrado dos que no fueron del gusto de aquella princesa, hallábase desesperado por creer que no podría ejecutar la efigie solicitada, y entonces cogió un leño que ardía en la chimenea y en él talló esta tercera, que es la que se conserva, y figura entre las más considerables de la imaginería española. Para ella fue construida capilla aparte, junto a la iglesia de la Victoria, en la carrera de San Jerónimo, el año 1660. Se dispuso que la villa de Madrid acudiera en sus necesidades públicas a esta imagen, llevándola en rogativa al convento de la Encarnación. Y todos los años sale en la procesión de Viernes Santo. 

Hay unas buenas efigies de San Joaquín y Santa Ana en la capilla del Buen Consejo. Una Concepción, de Mora. Y en la capilla del Cristo un hermoso grupo, obra del hermano Beltrán y de Pedro de Mena. En el ático de la capilla de los hijos de Madrid hay una pintura de Alonso Cano. En la sacristía hay un Tiziano, un Divino Morales, otro Alonso Cano. Excelentes frescos son los de Palomino en la antesacristía, y de Claudio Coello en la capilla de la Soledad y en la sacristía, Lucas Jordán y Francisco Rizi son autores de los cuadros que hay a los lados de la capilla mayor y los dos colaterales. Y a más de los citados, completase el catálogo de los artistas de quienes ha quedado labor en la decoración de esta iglesia, con los nombres de los pintores Alfaro, Avellamo, Donoso, González de la Vega, González Ruiz, Herrera el Mozo, Herrera Barnuevo, Meng, Peña, Pernicharo, Mantuano, Ruiz González y Santos, y los escultores Manuel Álvarez, Carnicero, Francisco Gutiérrez, Pereira y Luis Salvador Carmona.  

Hermosa es la fachada de este templo a la calle de Toledo. Está labrada en granito, y consta de un cuerpo, con cuatro columnas arrimadas en el centro, y pilastras a los lados, alzándose a los extremos del cornisamiento dos torres de escasa altura. Adornan esta fachada dos estatuas de piedra, que representan a San Isidro y a Santa María de la Cabeza. 

Esta iglesia permaneció en poder de los jesuitas hasta 1767, en que fueron expulsados por Carlos III, quien determinó que fueran trasladados a su iglesia mayor el cuerpo de San Isidro, que estaba en su capilla propia en la parroquia de San Andrés, y los restos de Santa María de la Cabeza, que guardaban en el Oratorio del Ayuntamiento. Entonces cambió su nombre la iglesia de San Francisco Javier por el de San Isidro, que conserva. 

El servicio de la capilla del Patrón de Madrid, mientras estuvo en la que se llama Obispo, consistía en seis capellanes, que dotó el licenciado Francisco de Vargas.  Felipe IV la elevó a capilla real, aumentando hasta catorce el número de sus capellanes, y hecha la traslación que ordenó Carlos III, se elevo dicho número a veinticuatro, además de un capellán mayor, un teniente, que era el obispo auxiliar, dos sochantres, seis capellanes de coro, seis salmistas, dos organistas, dos sacristanes mayores, cuatro menores, diez acólitos, un colector, un celador o silenciero, varios capellanes de colecturía, un pertiguero y otros dependientes inferiores. Pio VI concedió a los veinticuatro capellanes principales, en 20 de mayo de 1788, el titulo de canónigos, con las mismas prerrogativas que tienen los de las iglesias catedrales.

José Bonaparte eligió para las ceremonias religiosas oficiales el templo de San Isidro el Real, en vez de los de Santa María y de Atocha, donde solían celebrarse. En el año 1815 fue restituida la iglesia a los jesuitas, y en el 18 se suprimieron los canónigos, restablecidos en la época constitucional de 1820 a 1823, quedando reducida la capilla a sólo el coro bajo, que siguió con los jesuitas hasta la extinción de éstos, en 1835. 

Al ser creada la diócesis de Madrid-Alcalá, quedó dedicada a catedral la iglesia de San Isidro, y en las gradas de su pórtico fue asesinado, por el cura Galeote, el primer obispo de aquélla, don Narciso Martínez Izquierdo, la mañana del 18 de abril de 1886, día Domingo de Ramos. El Ayuntamiento, en sesión del siguiente día, acordó que cuantas funciones costee la Corporación sean celebradas en la catedral.

En las bóvedas de esta iglesia han recibido sepultura, desde su fundación muchos insignes varones. Jesuitas célebres como el padre Diego Lainez, compañero de San Ignacio, asistente al Concilio de Trento, y desdeñador de las mitras de Florencia y de Pisa, y de otras más altas dignidades eclesiásticas. Y como los escritores, gala de nuestro idioma, Pedro Rivadeneyra y Juan Eusebio Nierenberg. 

Fueron también sepultados en esa cripta el poeta y virrey del Perú, príncipe de Esquilache, D. Francisco de Borja y Aragón, y el príncipe Muley Xegue, hijo del rey de Marruecos, que, convertido al cristianismo, quedó en Madrid con el nombre de D. Felipe de África. Desde la iglesia de los Recoletos, se hizo a la de San Isidro el traslado de los restos de D. Diego Saavedra Fajardo. Aquí estuvieron depositadas las cenizas de Daoíz y de Velarde, hasta la solemne traslación al mausoleo del Prado. Así también las de Muñoz Torrero, desde que fueron traídas de Lisboa hasta su conducción al cementerio de San Nicolás, y las de Moratín, Meléndez Valdés y Donoso Cortés, hasta que fueron llevadas al panteón, donde yacen, en la sacramental de San Isidro. En una de las capillas hay un nicho sepulcral, que bien merece igualmente una recordación. El de un niño, hijo de la admirable poetisa Carolina Coronado, una de las más excelsas mujeres del siglo XIX. 

Contigua a la catedral está la casa que fue Colegio Imperial de la Compañía de Jesús, o de los Estudios Reales, hoy Instituto de San Isidro. Fueron creados esos estudios por los jesuitas en 1545. Diose al colegio el título de Imperial en 1603, por el patronato de la emperatriz doña María, y se ampliaron por Felipe IV en 1625. Al ser extinguida la Orden de los jesuitas, fueron restablecidos los Estudios restablecidos por Carlos II en 1770, fijando para la enseñanza cátedras de latinidad, retórica y poética, lenguas griega, hebrea y árabe, matemáticas, filosofía, derecho natural y disciplina eclesiástica.

Así se continuó hasta 1808 y en 1815 fueron restablecidos los jesuitas, quienes hicieron las alteraciones que les parecieron convenientes en aquel plan de estudios, hasta la nueva supresión, en 1820. Y el 3 de noviembre de 1822 celebrábase en esa casa un acto de tal importancia como la inauguración de la Universidad Central, en la que pronunció un memorable discurso D. Manuel José de Quintana, presidente de la Dirección general de Estudios. Poco duró aquel centro universitario, que al año siguiente era clausurado por la reacción triunfante. 

Los Estudios fueron nuevamente encomendados a los jesuitas, hasta que en la matanza de religiosos, el año 1834, fue esta casa una de las más castigadas por el furor popular. En 1845 fue allí creado el Instituto de San Isidro, que es actualmente uno de los dos de segunda enseñanza adscritos a la Universidad Central. El edificio, que tiene una buena portada y un claustro muy interesante, fue construido por el hermano Francisco Bautista en 1626, y terminado en 1651, es decir, al mismo tiempo que la iglesia adjunta, y anteriormente descrita. 

En el mismo edificio se halla la Biblioteca de Filosofía y Letras, creada por Carlos III, según real decreto de 19 de enero de 1770, mandando pasaran a ella las obras que existían en los conventos de jesuitas que acababan de ser extinguidos. Por otro decreto de 1 de enero de 1876, le concedió el privilegio de un ejemplar de todas las obras que se publicasen o reimprimiesen en el reino, señalando una consignación de 13.738 reales para compra de libros nacionales y extranjeros, así como para encuadernaciones. Esta Biblioteca, cuya dirección, por cierto, solicitó insistentemente de Godoy D. Leandro Fernández Moratín, es actualmente la que sigue en importancia a la Nacional. 

A la entrada de la Cava Alta, la calle de Toledo se ensancha, formando lo que se llamó plazuela de la Berenjena, nombre que tomaba su origen del berenjenal que había allí en el huerto de los Ramírez, y que desapareció para dar lugar a la construcción del convento de la Latina, el cual ha sido hace pocos años reedificado sobre el mismo solar que ocupó el primitivo. 

Este monasterio de la Concepción Francisca fue fundado por la famosa doña Beatriz Galindo, maestra de Isabel la Católica, docta mujer llamada la Latina, de lo que vino el que se llamase así su fundación. Determinó aquella señora fundar un convento de monjas jerónimas, para lo cual hizo casa en la calle de Toledo; pero el guardián del de San Francisco opúsose a sus designios, poniendo pleito para estorbar la creación del nuevo monasterio, por estar muy cerca del suyo, y por haber sido empezado en tiempo del marido de la Latina, don Francisco Ramírez de Madrid, el valeroso artillero, conquistador de Málaga, y comenzándose la casa en nombre de la Orden de los Menores, de quien era muy devoto aquel caballero, quien tenía en San Francisco su capilla de San Onofre, donde estaba enterrada su primera mujer, Isabel de Oviedo, y un hijo suyo que se ahogó en el río. 

Viendo estas contradicciones, la fundadora quiso mudar el intento y dejar la renta que deparaba para el monasterio a la misma Orden para un colegio de estudiantes en el mismo edificio. Aceptó esto un Capítulo privado de los Jerónimos, el año 1506, determinando que pasaran aquí los colegiales que había en Sigüenza; pero esto no tuvo efecto, porque los canónigos de aquella ciudad no cumplieron los conciertos. 

Por el año 1508 vino la fundadora a tratar con los franciscanos, quienes consintieron en dejarla fundar libremente el convento de Concepcionistas Jerónimas, quienes se instalaron en la casa de la calle de Toledo. Pero, entre tanto, llegó la sentencia de la Rota a favor de la Orden de San Francisco, con lo que se rompió el trato, y fue necesario llevar a las monjas a las casas principales del mayorazgo de los Ramírez, donde es actualmente la calle de Concepción Jerónima, y en la que todavía existe el palacio de Rivas, siendo los duques de ese título los descendientes de aquella insigne casa madrileña. 

Quedó, pues, deshabitado el convento de la calle de Toledo, y entonces le solicitaron las beatas de San Pedro el Viejo, que vivían estrechamente. Estas eran hijasdalgo y profesaban la regia de la Concepción, a la que estaba dedicado el templo del convento vacío. Concedióselo doña Beatriz, haciéndoles donación de la casa y huerta, a 23 de mayo de 1512, siendo guardián de San Francisco fray Alonso de Arévalo; dióles cálices, ornamentos y todo lo necesario para el culto, más la renta de ciento cincuenta mil maravedís cada año. Así nació el convento de la Concepción Francisca. 

Hecha la donación del monasterio y tomada la posesión el mismo día, no se trasladaron a él las religiosas hasta dos años después, por algunas dificultades que aún hubo de vencer, pasando al fin a la nueva casa, llevando con ellas los restos de Mariana Mejía, primera fundadora de su comunidad, y de otros bienhechores de la misma. Fueron tomando luego el hábito personas principales, y el convento recibió grande estima de las personas reales. Visitóle con gran frecuencia la emperatriz Isabel, mujer de Carlos V, la cual las llamaba sus freiras las mal tocadas, por el desaliño con que se presentaban, en demostración de que lo que había que cuidar era el alma y no el aspecto exterior. La emperatriz doña María acudía mucho también a este convento, y cuando su hija, la infanta doña Margarita, fue a entrar monja en las Descalzas Reales, la llevó a despedirse de las de la Latina. De esta casa salieron religiosas para otras fundaciones, como el del monasterio de Guadalajara, el de Santa Úrsula, de Alcalá, el del Corral de Almaguer, y en Madrid el del Caballero de Gracia. 

Contiguo al convento estaba el Hospital llamado también de la Latina, fundado igualmente por doña Beatriz Galindo, con licencia de Alejandro VI, el año 1499. Su iglesia era la misma que la de la Concepcionistas. El edificio era obra del moro Hasan, y lo más notable que se conserva en Madrid del estilo gótico. Tenía una hermosa escalera y una portada en ojiva, a cuyos lados había escudos de armas, y encima un grupo representando la Visitación, dos estatuas, una a cada lado, con sus guardapolvos de fina labor, y varias molduras completaban el ornato de aquella entrada, sobre la que se leía la siguiente inscripción: ”Este Hospital es de la Concepción de la Madre de Dios, que fundaron Francisco Ramírez y Beatriz Galindo, su mujer. Año de 1507.”

Hace un cuarto de siglo fueron derribados el convento y el Hospital, alzándose durante algunos años, sobre el solar de aquél, un cinematógrafo, que luego fue convertido en teatrito. El convento ha sido reedificado, y en parte del terreno del Hospital que daba a la plaza de la Cebada se alza hoy el teatro de la Latina. 

Existe, según parece, el propósito de volver a construir el Hospital, en un terreno de la ronda de Segovia. Desde luego, para cuando haya ocasión de darlas una colocación adecuada, se conservan en los Almacenes de la Villa la escalera y la portada, de la que ya queda hecha mención. 

Pasado el convento de la Latina, y entre las calles de San Millán y de las Maldonadas, ábrese la llamada plazuela de San Millán, que carece de numeración propia, pues sigue en ella la de la calle de Toledo. Sin embargo, fue tratada aparte en su lugar correspondiente. 

Esquina a la calle de las Velas se halla el teatro de Novedades, amplio y destartalado. En este lugar había un cuartel de Caballería, donde se hizo luego un teatro de aficionados, y en 1856 fue transformado en circo ecuestre. Poco después fue sustituido por el coliseo que aún existe, y donde durante muchos años tuvieron su más característico escenario el drama truculento y el melodrama espeluznante. 

Desde este sitio en adelante, llamábase calle baja de Toledo la vía de que tratamos, y también fue denominada calle de la Mancebía, por una famosa que allí hubo y a la que también se entraba por la calle del Humilladero. Esta parte estaba invadida por los colchoneros ambulantes, que tenían su sitio designado en la plaza de la Cebada; pero se extendieron por esa calle hasta que los vecinos, en 1666, se quejaron y quedó cortado el abuso. De igual manera que en la parte alta y próxima a la Plaza Mayor, colocábanse a trabajar en los soportales muchos carpinteros, que perjudicaban el tránsito y dañaban al gremio de lencería, que tenía sus comercios en el interior, por lo cual los lenceros arrojaron a los carpinteros de delante de sus tiendas el año 1732. 

A la entrada de la callede la Arganzuela álzase la Fuentecilla, monumento pesado y de escaso gusto, construido hacia 1816 por D. Alfonso Rodríguez, a quien nombró Fernando VII arquitecto de la casa real, y del que se conserva en Madrid otra fuente monumental, la Egipcia, situada a orilla del estanque del Retiro, y llamada vulgarmente de la Tripona, por la imagen que ostenta del hidrópico dios Canopo. Un dragón y un oso, colocados sobre un zócalo en el frente de la Fuentecilla, hacen alusión a los blasones de Madrid. Sobre el zócalo asienta un cuerpo triangular, decorado por un frontón triangular con escudos de armas a cada lado. En la parte que da a la calle de Toledo hay una lápida en la que fue puesta una inscripción, que ha desaparecido, y estaba dedicada a Fernando VII, el Deseado, por el Ayuntamiento de Madrid. Corona la fuente un león de Castilla abarcando con sus garras los dos hemisferios. Para la figura de este león fue utilizada la piedra de la estatua de San Norberto, que presidía la fachada de la iglesia de los Mostenses. 

Aunque no le corresponde el diminutivo, llámase a esta fuente la Fuentecilla porque conserva el nombre de aquella que vino a sustituir, y era un piloncillo mandado quitar por el corregidor conde de Moctezuma, quien creyó que con la nueva erigía un considerable monumento a su monarca. 

Sigue la parte singularmente pintoresca de la calle, dedicada a las posadas, donde en otro tiempo dejaba media España sus viajeros y sus mercancías, que abarrotaban galeras y diligencias. Aún conservan su viejo aspecto los paradores de la Cruz, de Medina y de Cádiz, la posada de la Úrsula, aunque sin la animación y el movimiento de antaño, que, sin embargo, después de medio siglo de ferrocarril, han vuelto a dar vida a muchos antiguos mesones por el retorno al uso de las carreteras que ha impuesto el automóvil. 

En el número 106 se ha abierto, desde la construcción de la nueva iglesia de la Virgen de la Paloma, parroquia de San Pedro el Real, un acceso a ese templo, y sobre la puerta hay en cerámica un trasunto de aquella popular imagen madrileña. Más abajo, entre la calle de la Ventosa y el Parque de Bomberos, hay un caserón que fue construido por la villa, llamado Casa Pabellones. Cedido mediados del siglo XIX, a la Sociedad de Mejora de Cárceles, dispúsose la instalación en ella de un presidio correccional, que no llegó a verificarse. Actualmente está destinado a cuartel de la Guardia civil. 

Enfrente está, esperando su total derribo, el edificio que hasta este año sirvió de Matadero. En el año 1502 se hallaba la casa destinada a ese servicio próxima al Hospital de la Latina, y la fundadora de éste se ofreció a trasladar a su costa el Matadero. El mismo año autorizaron los Reyes Católicos al Ayuntamiento para hacer la traslación a unas casas de las afueras de la Puerta de Toledo, la cual se hallaba entonces, como ya queda dicho, delante del Hospital fundado por doña Beatriz Galindo. 

En 1669 compró el Ayuntamiento terreno del hospital o albergue de San Lorenzo, que es el mismo que ha venido ocupando el Matadero hasta su reciente traslado a la magnífica instalación que actualmente tiene en la Dehesa de la Arganzuela. El albergue de San Lorenzo, del cual tomó el nombre la calle o cuesta de los Cojos, fue fundado por Pedro de Cuenca, vecino de Madrid, el año 1598, para que en él se diese posada a los pobres que se quedaban a dormir en calles y plazuelas. Fue, por consiguiente, antecesor del Refugio y de los asilos nocturnos. El patronato de aquel albergue lo tuvieron durante muchos años los fieles registradores de la Puerta de Toledo; pero habiéndose suscitado entre ellos algunas cuestiones sobre una elección de rector, que, según mandaba la fundación, debía de ser un sacerdote pobre, natural de Madrid, y querían poner uno que carecía de estas condiciones, el arzobispo de Toledo tomó mano en ello, y a sus expensas, a fines del siglo XVIII, se reparó el edificio para destinarle a otro objeto, que fue el de añadirse al servicio de la villa, en perjuicio de la caridad y en provecho del abastecimiento de carne para los que todavía podían permitirse la adquisición de esas vituallas. En 1855, siendo alcalde primero don Valentín Ferraz, se hizo el edificio que hemos conocido y cuyo solar está cedido por el Ayuntamiento al ramo de Guerra, a cambio del terreno que ocupaban los cuarteles de San Gil y Parque de Artillería, espacio que es hoy la frondosa plaza de España

En la glorieta de la Puerta de Toledo (al tratar de la cual se hizo ya la necesaria referencia a ese monumento) terminaba, hasta principios de este siglo, la calle de Toledo. Pero por un acuerdo municipal de 17 de octubre de 1902, y cuya necesidad no es evidente, fue prolongada esa vía, tomando su nombre el paseo de los Ocho Hilos, así llamado por las ocho hileras de árboles que le adornaban, y con el cual llega hasta la puente toledana la hermosa calle que ostenta el nombre glorioso de la imperial ciudad.

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El novelista Benito Pérez Galdós, en el primer libro de Fortunata y Jacinta, hace una descripción del ambiente pre-navideño en la calle de Toledo un imaginario 20 de diciembre de 1873.
"Iba Jacinta tan pensativa, que la bulla de la calle de Toledo no la distrajo de la atención que a su propio interior prestaba. Los puestos a medio armar en toda la acera desde los portales a San Isidro, las baratijas, las panderetas, la loza ordinaria, las puntillas, el cobre de Alcaraz y los veinte mil cachivaches que aparecían dentro de aquellos nichos de mal clavadas tablas y de lienzos peor dispuestos, pasaban ante su vista sin determinar una apreciación exacta de lo que eran. (...) En aquel telón había racimos de dátiles colgados de una percha; puntillas blancas que caían de un palo largo, en ondas, como los vástagos de una trepadora, pelmazos de higos pasados, en bloques, turrón en trozos como sillares que parecían acabados de traer de una cantera; aceitunas en barriles rezumados; una mujer puesta sobre una silla y delante de una jaula, mostrando dos pajarillos amaestrados, y luego montones de oro, naranjas en seretas o hacinadas en el arroyo. El suelo intransitable ponía obstáculos sin fin, pilas de cántaros y vasijas, ante los pies del gentío presuroso, y la vibración de los adoquines al paso de los carros parecía hacer bailar a personas y cacharros. Hombres con sartas de pañuelos de diferentes colores se ponían delante del transeúnte como si fueran a capearlo. Mujeres chillonas taladraban el oído con pregones enfáticos, acosando al público y poniéndole en la alternativa de comprar o morir. Jacinta veía las piezas de tela desenvueltas en ondas a lo largo de todas las paredes, percales azules, rojos y verdes, tendidos de puerta en puerta, y su mareada vista le exageraba las curvas de aquellas rúbricas de trapo. De ellas colgaban, prendidas con alfileres, toquillas de los colores vivos y elementales que agradan a los salvajes. En algunos huecos brillaba el naranjado que chilla como los ejes sin grasa; el bermellón nativo, que parece rasguñar los ojos; el carmín, que tiene la acidez del vinagre; el cobalto, que infunde ideas de envenenamiento; el verde de panza de lagarto, y ese amarillo tila, que tiene cierto aire de poesía mezclado con la tisis, como en la Traviatta. Las bocas de las tiendas, abiertas entre tanto colgajo, dejaban ver el interior de ellas tan abigarrado como la parte externa, los horteras de bruces en el mostrador, o vareando telas, o charlando. Algunos braceaban, como si nadasen en un mar de pañuelos. El sentimiento pintoresco de aquellos tenderos se revela en todo. Si hay una columna en la tienda la revisten de corsés encarnados, negros y blancos, y con los refajos hacen graciosas combinaciones decorativas."

Benito Pérez Galdós: Fortunata y Jacinta (libro I, primera parte, cap. IX.1 )

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